lunes, 2 de mayo de 2011

Ana, Oración en Medio del Sufrimiento



Ana se encuentra de pie a la entrada del templo («ante el Señor») y susurra su petición, apoyándola con un voto. Teniendo en cuenta el ambiente oriental de este episodio no es de extrañar que pida no simplemente descendencia, sino específicamente un hijo. En contra de la costumbre, Ana ora en silencio, moviendo apenas los labios, lo que es interpretado por Eli, el sacerdote que estaba sentado delante del templo, como un síntoma de embriaguez. Esta, en efecto, no debía de ser cosa insólita con ocasión de la fiesta, pues la bebida formaba parte del ritual (cf. v. 18; Is 22,13; Am 2,8). Hablando en propia defensa, Ana se expresa comedida y correctamente. Al igual que en el caso de Isaac, Sansón y Juan el Bautista, Samuel será un don de Dios a una mujer estéril. Ana consagra su hijo al servicio del templo, y de ello será signo eminente el que su cabello nunca será cortado. En el texto hebreo no aparece el término «nazir», aplicado a Sansón en similares circunstancias (Jue 13,5; 16,17), pero se encuentra en los LXX. Se diría que el voto de Ana es superfluo, dada la ley que mandaba consagrar los primogénitos a Dios. Sin embargo, la fuerza del voto podría consistir en el propósito de renunciar al derecho de rescate.

La oración es escuchada, el Señor se acuerda de Ana y ésta recibe el hijo que ha pedido. Ana, que ha obtenido el hijo contra toda esperanza, auténtica protagonista de la historia, es quien da nombre al niño: Samuel. El juego continuo que ha mantenido el capítulo con el verbo «pedir» (sa`al) parece no cuadrar mucho con la etimología de este nombre El niño es llamado Samuel (lit., «nombre de Dios»; más exactamente, «aquel sobre quien se ha pronunciado el nombre de Dios»; también podría significar «el nombre de Dios es El»).

Suele decirse que «detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer». Este es nuestro caso. Detrás de Samuel está Ana. Sin su rebeldía, su lucha con Dios, su negativa a olvidar el problema, no habría nacido el último juez de Israel y el primero de los grandes profetas.

Al comienzo del libro, Ana podía ver a Dios como su adversario, el culpable de su desgracia. Ahora le faltan palabras para alabarlo. Es la causa de su alegría y de sus risas, autor de su salvación; el Dios santo y la roca donde puede refugiarse fuera del alcance de sus enemigos; el Señor que todo lo sabe y sopesa las acciones, guiando la historia de manera sorprendente. Y esa forma misteriosa de realizar sus planes se expresa hablando de un cambio a tres niveles: militar (valientes-cobardes), económico (hartos-hambrientos) y personal (madre estéril- madre de muchos).

En este mundo machista, abarrotado de fetiches masculinos y muchos de ellos insertados en las iglesias es importante recordar a las mujeres como interpretes y partes integrantes de la historia, de nuestra historia.

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